Eran invisibles, pero ahora son los únicos que vemos, porque cada día llenan, de buena mañana, la calle de Santa Ana en Barcelona. Una calle turística y comercial, por la que transita habitualmente una gran cantidad de gente, ignorando, a menudo a mendigos, como aquella pareja que apoyada ella en el hombro de su amigo, acostumbraban a estar sentados en el suelo esperando que cayera alguna moneda en un vaso de papel.
La gente solía pasar a su lado y eran muy pocos los que los veían, o por lo menos, los que los miraban. Yo los tengo muy presentes porque me recordaban a la escena de un famoso cuadro, «El beso» de Gustav Klimt. Acabamos por hacernos amigos y me explicaron su historia después de haberlos echado de menos unos días: ella estaba muy enferma y habían estado en el Hospital.
Como a aquella pareja he conocido y tratado a muchos de esos «invisibles». Ahora desde mi móvil -la única manera que tengo de comunicarme cada día con el Hospital de Campaña de Santa Anna-, veo una larguísima cola que llega más allá del Portal del Ángel, en silencio y guardando el metro y medio de separación reglamentaria. Son un colectivo de esos «invisibles» que, precisamente ahora, son los únicos que se pueden ver en la calle desierta y solitaria. La gente que antes llenaba la ciudad, ahora está en sus casas, protegida. Ha desaparecido de las calles de una ciudad hasta hace un mes llena de caminantes, de turistas, de vida y de movimiento.
Y ahora viene el milagro de la fraternidad. La mayor parte de los que íbamos a Santa Anna y la llenábamos de vida, actividad y acogida a nuestros hermanos estamos en edad o situación de riesgo, y por tanto, confinados. Tampoco se puede abrir la iglesia para convertirla en el hogar de los sin techo. El estado de alarma lo prohíbe. Pero nueve hombres, antiguos acogidos – que no hace demasiado tiempo formaban parte de ese colectivo de invisibles-, se han convertido ahora en voluntarios eficientes, abnegados, colaboradores imprescindibles que, protegidos con chalecos, mascarillas y guantes, organizar cada día -junto con el rector, Mossèn Peio y el educador- unos 200 almuerzos, comidas y cenas que reparten a los indigentes junto con los elementos de protección -guantes y mascarillas- que ellos no podrían conseguirse. Más allá de la beneficencia, Santa Anna está comprometida en la acogida que inicie una promoción de la persona…. Ahora estamos contemplando ese fruto y damos gracias a Dios por ello.
Victòria Molins, stj