Semana Santa con los crucificados

    Hace años que Dios me ha concedido la gracia de vivir esos grandes momentos litúrgicos con los preferidos de Jesús, los últimos, o sea, los primeros. Pero este año lo hemos vivido en el Hospital de Campaña de Santa Anna de una manera tan especial que siento la necesidad de compartirlo con vosotras, mis hermanas, dando gracias a Dios por estos nuevos tiempos sinodales en los que podemos vivir, con los hermanos “crucificados” de nuestros distintos ámbitos, momentos inolvidables.

Lo han sido todos los de esta Semana Santa, pero el Jueves, el día del “amor fraterno”, lo guardaré siempre en mi memoria de un modo especial. Coincidía con mi 88 cumpleaños –puesto que nací el mismo día que nació Santa Teresa- y quisieron celebrármelo, no sólo mis hermanas, con las que gocé inmensamente, sino también mis queridos amigos de Santa Anna con los que convivo día a día.

Pero eso fue sólo un detalle dentro de la grandeza de ese día del amor fraterno. La cosa empezó con una comida con los acogidos. En el precioso claustro de la Iglesia desayunan, comen y cenan diariamente, unos 200 acogidos, la mayoría de ellos duermen en la calle y en general todos son “sin techo”, aunque puedan ir a dormir –los que caben- en algún albergue o incluso puedan alquilar una habitación los más favorecidos, que son aquellos que han de escoger entre -“como o duermo”- y vienen a nuestra “mesa de fraternidad” porque si pagan la habitación ya no les queda para comer.

El Jueves santo –día del amor fraterno- un buen número de voluntarios y nosotros –Mossen Peio, Mossen Xavier Morlans, Pilar y yo- comimos con ellos y gozamos de sus conversaciones y sus cantos que amenizaba el cantautor Mossen Morlans.

Pero también se había escogido ese día para celebrar –como hacemos cada mes- los cumpleaños de los que lo cumplen en él, tanto voluntarios como acogidos. Éramos unos veintitantos. Se repartieron los pasteles con velas entre todos y se gozó inmensamente con cantos y fraternidad. Aquel claustro gótico del siglo XV ya no ve pasear monjes en silencio, pero el gozo de la fraternidad lo hace tan sagrado como el silencio orante de los monjes.

Acabada la cena fraterna, un buen grupo de acogidos que no son musulmanes, como la inmensa mayoría de  los nuestros que celebraban al mismo tiempo el “Iftar” o cena del Ramadán, atendieron a nuestra llamada para participar de la “Cena del Señor”.

Yo tuve el honor de participar, haciendo pareja con uno de ellos, de la procesión de entrada con las 12 velas que adornaron primero el altar y que luego llevaríamos procesionalmente acompañando a los sacerdote para el monumento.  Y, así mismo, representar con ellos a uno de los doce “apóstoles” a los que nos lavaron los pies en ese recuadro que formamos en nuestra iglesia alrededor de la grandísima mesa que hace las veces de altar y alrededor de la cual nos sentamos los feligreses en varias filas de bancos cercanos a dicha mesa. Cosa que ayuda a vivir la Eucaristía con mucha más participación en cada momento.

Sentirnos tan cercanos, tan iguales, tan felices alrededor de la Mesa del Señor nos hermanó de tal manera que en algunos momentos no pudimos reprimir algunas lágrimas.

Yo tuve además la dicha de compartir el gozo de mi vejez aumentada porque me esperaba una sorpresa maravillosa. Mossén Peio había preparado para felicitarme algo que nunca pude imaginar: leerme unas palabras que mi padre –al que venero como a un santo- escribió el día que entré religiosa en la Compañía de Santa Teresa, alentándome a la santidad en mi nuevo estado, que él definía, con orgullo de padre, como de “esposa de Cristo”. (M. Victòria  Molins, stj)

 

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