Fiesta de San Enrique de Ossó, en su parroquia
Creo que no he dejado ningún año de celebrar en la parroquia de Can Vidalet la fiesta de San Enrique de Ossó, Nuestro Padre. Y ningún año he dejado de emocionarme profundamente hasta derramar lágrimas, al observar el carisma y el espíritu de San Enrique en aquella comunidad parroquial. Pero es desde que no están nuestras Hermanas que me produce una impresión positiva más profunda: la de la capacidad de sembrar y que cosechen otros. Eso es la parábola del Reino y la alegría más grande que podemos tener la Teresianas cuando, después de sembrar unos años –más o menos según las circunstancias-, hemos de marcharnos y que otros sean los que cosechen lo sembrado,
Esa es la impresión que tengo cada año al celebrar en el domingo más próximo a la festividad de San Enrique de Ossó su fiesta en Can Vidalet.
Una iglesia de un tamaño considerable llena a rebosar de fieles de todas las edades. Tan llena estaba, que hasta gente de pie llenaba los laterales de la gran nave después de ocupar todos los bancos.
No sé si es la vejez que me hace más sensible a todo lo bello y emotivo, el amor inmenso que ha ido llenando mis años y mis días desde aquel 1956 que tuve el gozo de pertenecer a la Compañía de Santa Teresa a la que ya habían ingresado dos de mis hermanas, o la capacidad que da la edad para gozar de lo inefable de un modo especial, pero el caso es que –ya me ha pasado los años anteriores- no puedo dejar de enjugarme las lágrimas que se empeñan en rodar por mis mejillas al oír, a toda voz y entusiasmo, cantar el “Todo por Jesús”, contemplar el coro con las camisetas en donde aparece xerografiado el famoso rostro del Padre Enrique sonriendo, y una multitud enardecida que besa la reliquia de Nuestro Fundador, mientras canta al patrón de su parroquia.
Pero hubo un momento culminante de la Eucaristía –sin dejar de lado la homilía en donde el espíritu y el carisma de San Enrique se hizo palpable en su afán por la oración, el amor a María, el conocer y amar y hacer conocer y amar a Jesús-, cuando un gran grupo de todas las edades subió al ambón para homenajear al Patrón de los catequistas, oficio que ahora ellos ejercen en la parroquia bajo las enseñanzas del Santo que movió a centeneras de niños en tantas Catequesis de la Cataluña del siglo XIX.
El dolor que todas experimentamos cuando se hace necesario cerrar algunas de nuestras casas, queda mitigado al ver cómo han dejado las huellas carismáticas las Hermanas que allí estuvieron y cómo los sacerdotes que se suceden en la parroquia beben de las fuentes del gran catequista.
Hacía tiempo que no veía un templo tan lleno en la Misa del domingo, que no conocía un grupo de catequistas de todas las edades ejerciendo la enseñanza de la fe a los pequeños, que no contemplaba a tantas personas implicadas en los distintos departamentos pastorales, tanta fe, cantando esas estrofas inspiradas en el carisma que nos legó San Enrique…
Cuando, al acabar la Eucaristía, la multitud –porque era una verdadera multitud la de los fieles que llenaba el templo- se acercó a besar la reliquia de San Enrique y a recibir una estampa con alguna de sus conocidas consignas -“Si quieres ir al cielo, María es la puerta”-, unas cuantas de nosotras, las Teresianas que habíamos ido, nos unimos al coro de jóvenes. Confieso que poco pude cantar porque la emoción no me dejaba. Sólo podía agradecer al Señor lo que otras Hermanas que pasaron por esta comunidad sembraron y que, con la bendición de nuestro querido Mossén Enric d’Ossó, está dando esta espléndida cosecha unos años después, y sin nuestra presencia… sólo con la riqueza de su pasado por el barrio. (Victòria Molins, stj.)