Fátima Gil, Revista Icono 2021
Me levanto por las mañanas y tengo miedo de escuchar las noticias y empezar el día abriéndome al mundo. Tengo miedo de conocer datos de nuevos contagios, el número de muertes, los efectos secundarios de la vacuna. Voy a trabajar y entro en la rutina de la actividad, los plazos y tareas que me hacen olvidar el miedo. Pero ahí está esperándome en el encuentro a distancia con los compañeros, en la ventilación forzada y en las pantallas. Vuelvo a casa y siento de nuevo el miedo ante la inconsciencia de algunos que no cuidan la distancia y que aún van sin mascarilla. Cruzo de acera y doy un rodeo para no pasar por una terraza atestada. Espero colas interminables en la panadería y el supermercado para conseguir pan, fruta, leche, guardando más de dos metros de distancia, embadurnada constantemente de gel hidroalcohólico.
Me he dejado colonizar por el miedo. Vivo la responsabilidad del cuidado y la duda de la incertidumbre con el miedo como compañero de camino. Es un mal compañero que llena de sombras la realidad, la oscurece y busca culpables continuamente negando la fraternidad con su eslogan de “sálvese quien pueda”.
Y junto a mí, hay millones de personas que viven en este miedo e inseguridad continua al sentirse abandonadas por el sistema. Para ellos no es un estado temporal que depende de una vacuna. Es una forma de vida que les ha tocado asumir en el mal reparto de un mundo cada vez más sombrío. El miedo de los inmigrantes que se siguen jugando la vida al pasar el estrecho en botes de juguete, sin salvavidas y arriesgando todos sus ahorros. El miedo de todos los desahuciados que no pueden pagar alquiler, ni luz, ni comida por haber perdido el trabajo, con la incertidumbre de no saber dónde buscar. El miedo de las mujeres engañadas para prostituirse, y ser como esclavas; el miedo de los niños abusados y acosados por adultos que comercian con las imágenes de sus cuerpos desnudos; el miedo de casas indignas que vuelan con vientos e inundaciones que hemos provocado. ¡Tantos miedos…!
¿Cómo podremos vivir con tanto miedo, con tanta oscuridad?
Dice Jung que donde hay luz tiene que haber sombra, y donde hay sombra tiene que haber luz. No existe la sombra sin luz ni la luz sin sombra. Una y otra adquieren su verdadera esencia mediante su contraste. En palabras de José Antonio Sosa, “la dimensión y las cualidades de un determinado espacio vienen condicionadas por el modo en que la luz toma cuerpo en él”. Es la voz de un arquitecto, artista de la luz que nos enseña a verla más allá de la piedra, del ladrillo, del vidrio.
Pienso que necesitamos muchos arquitectos de la vida que nos enseñen a mirar el otro lado de las sombras y el miedo, para descubrir las luces que habitan en nuestra realidad. Igual que funciona en la arquitectura ocurre en la vida: donde hay sombra tiene que haber luz.
Aquí radica mi propuesta orante: decisión de vivir y mirar la vida desde la luz y no desde la sombra. Solo se trata de tener la voluntad de estar atentos y conscientes de la luz.
Para orar desde la clave de la luz que nos ayude a iluminar la incertidumbre que nos toca vivir, creo que son necesarias dos palabras: silencio y gratitud. Rescatar cada día momentos orantes de silencio nos ayuda a impedir que la vida nos arrastre. Y el agradecimiento nos muestra la luz real. Existen personas buenas que nos ayudan gratuitamente. Personas anónimas que nos cuidan cada día, panaderos, médicos, transportistas, maestras, enfermeros, vendedoras, reponedores, limpiadores, cuidadoras …Tenemos relaciones con personas que nos quieren y se preocupan por nosotros: familia, amigos, compañeros, vecinas. Descubrimos una naturaleza que aún nos regala su belleza de otoño y primavera cada ciclo, en cada árbol y cada flor.
Despertarnos y acostarnos cada día desde la clave de la gratitud, con la sencillez de saber que todo es don, nos permite descubrir la luz. Teresa de Jesús lo hacía continuamente: “Es imposible conforme a nuestra naturaleza tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios. Entendamos bien, como ello es, que nos los da Dios sin ningún merecimiento nuestro, y agradezcámoslo a Su Majestad; porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar.” (V 10,4).
Así seremos capaces, en justicia, de descubrir luz junto a las sombras. Capaces de no dejarnos colonizar por el miedo, ni por los charlatanes de desgracias que abundan en nuestro tiempo. Y, sobre todo, capaces de seguir creyendo en el Dios encarnado aquí y ahora que nos invita a transformar nuestra tierra en tierra de luz.