Contaba nuestra hermana Emilia Martín que a su padre lo mataron en la guerra, y que su madre, lejos de decirles otra cosa, les enseñó a perdonar.
El mismo día de su muerte, sus sobrinas contaron que Emilia y sus hermanas tuvieron una infancia muy dura, pero que se ayudaron a crecer juntas. Así comenzó a forjarse el corazón bueno de nuestra hermana, que nació en Puerto de Béjar (Salamanca) en el año 1933.
Su familia fue uno de los muchos regalos que Emilia recibió y cuidó hasta el final de sus días, y de ella, sin duda, aprendió que la vida es grande en lo pequeño y que no hay otra manera de amar, que ayudando a los que tienes cerca, entregando con generosidad lo que eres y lo que tienes.
Todas las que hemos vivido con Emilia no necesitamos recurrir a ningún papel para conocer en qué lugares estuvo destinada, porque guardaba en su corazón cada uno de los sitios, y a las personas que allí conoció. Emilia recordaba, como si no hubiera pasado el tiempo, que entró en la Compañía a los 20 años, y que su familia fue a verla a pesar del largo viaje. En Las Palmas, su primer destino, empezaron los relatos de una vida entregada en lo que le pidieran, desde ayudar en casa, hasta ir a un hospital con otras hermanas para aprender a poner inyecciones a las internas. ¡Cuántas risas y buenos momentos se adivinaban aún en los recuerdos de aquellas jóvenes teresianas que vivieron en Canarias!
Después de veinte años en la isla, fue destinada a San Juan de Aznalfarache (Sevilla), donde vivió catorce años; en aquellos años sufrió una grave caída que le dejó secuelas, pero Emilia, aún padeciendo de corazón, y después de su recuperación, nunca vivió con conciencia de enferma o de tener que cuidarse. Su cuidado era cuidar a los demás, de ahí le brotaba la salud y la vitalidad que irradiaba.
Después de pasar un año por Ávila, volvió a Gran Canaria, esta vez a Telde; la isla fue su casa muchos años, y en la convivencia con la gente sencilla y con las hermanas, fue aprendiendo a ser fiel a Dios y a la Compañía aunque las formas, los horarios, las tradiciones cambiaran. Fue mujer abierta y deseosa de compartir, de dialogar y orar con las hermanas.
En 2001 fue destinada a Madrid, al noviciado interprovincial para formar parte de la comunidad formativa. De todas las hermanas con quienes vivió guardaba en el corazón un detalle, una anécdota. Y es que para Emilia las personas no pasábamos desapercibidas, no hay otra explicación que haga comprender todo lo que era capaz de recordar.
En 2005 fue al barrio del Batán en Madrid, donde vivió casi hasta el final de su vida. Emilia se integró en el barrio, en la Parroquia de los franciscanos, en el ir y venir de las personas. Subió a muchas casas a visitar enfermos y a llevar la comunión, acompañó a personas que necesitaban ayuda, y fue a despedir a quiénes, tras ser visitados por ella, fallecían. Decía con convicción que “lo importante era ser vecina”, porque en ese ser vecina iba la preocupación, el cariño, la cercanía; toda una forma de entender y entregar la vida, al modo de Jesús.
Tras una enfermedad, y viendo que era bueno cambiar de lugar, fue destinada a la residencia de Ávila. Emilia dijo adiós a su querido barrio, un adiós agradecido por todo lo que en él había vivido. “Si ahora quieren que vaya a Ávila, será que Dios lo quiere, porque las hermanas siempre buscan lo mejor”. Y así, con esa sencillez marchó para vivir sus últimos dos meses en la comunidad de Ávila Residencia, donde acompañó a hermanas enfermas, donde cosió con delicadeza y entrega cuanto le pedían; y es que el amor en ella “jamás estuvo ocioso”.
Cuando murió el 21 de septiembre, en apenas 24 horas, no tuvimos tiempo de despedirnos de ella todos los que la habíamos querido. No dio tiempo, pero la despedida se va haciendo de una forma continua cuando se desgranan los recuerdos y las anécdotas de una mujer que supo entregarse con un corazón humilde y sencillo, cuando suenan los nombres de tantos enfermos a los que acompañó, cuando en la parroquia la recuerdan como un pilar de la comunidad creyente, cuando en las casas donde vivió se perciben los detalles de su cuidado y acogida de hermana-ama de casa.
“Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús…”, fácil reconocerlo en ella. Y fácil comprender que la Virgen María, a la que cada día invocaba, debió ser su maestra. De su madre aprendió a perdonar; de María, a ser discípula de Jesús.
Descansa en paz hermana Emilia, y deja que otras muchas, continuemos lo que tú empezaste y nos enseñaste a vivir. Damos gracias a Dios por su vida en ti.